La tarde del 2 de abril de 2018, un camión que realizaba el trayecto entre Madrid y Murcia volcó en la autovía A-30 a la altura de Pozo Cañada (Albacete). Pertenecía a un circo y transportaba cinco enormes elefantes africanos. A causa del accidente, uno resultó muerto, dos ilesos y otros dos sufrieron heridas de diversa consideración, por lo que tuvieron que ser alojados en una nave cercana hasta que -bajo los cuidados de sus veterinarios habituales- estuvieron en condiciones de reanudar el viaje.

Las fotografías de aquel precioso atardecer, en el que un sol anaranjado recortaba la silueta de cuatro elefantes paciendo en la llanura manchega, dio la vuelta al mundo. En cuanto las vi, supe que era un momento único.

Por aquel entonces llevaba tiempo pensando en escribir una obra sobre el mal de Alzheimer, ya que mi tía Adela, la persona que me transmitió el amor por los libros, lo padecía. Los elefantes que irrumpieron de forma inesperada en un paisaje extraño iban a ser el elemento disruptivo, la diminuta piedra que provoca la grieta en el cristal. El ordenado desorden en el que viven Roberto y Diana empieza a resquebrajarse cuando Irene, maestra y soñadora -como Adela- intenta empujarlos hacia el lado más incierto, pero más hermoso.  

El camino de los elefantes habla de la memoria. Pero, si bien resulta dramática la pérdida de los recuerdos, no le va a la zaga la desmemoria social e histórica; máxime, cuando la democracia -con todas sus imperfecciones- se ve una vez más seriamente cuestionada y amenazada.

El camino de los elefantes es una obra que, como casi todas, habla de los afectos y sus contradicciones; de las miserias de la enfermedad y de la dignidad; de los padres y los hijos; de gente que se quiere extrañamente; de personas que no se van del todo, como Adela, a quien se la dedico especialmente.

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